viernes, 17 de abril de 2009

La anécdota



La anécdota

Soy de los últimos que pueden contar anécdotas de la mili. Mi generación fue la última en tener que hacer el servicio militar obligatorio, y poco después de finalizarla dejó de ser obligatorio hacer el servicio.

Cual abuelo Cebolleta, símplemente con decir que la he hecho, me gano la atención en las tertulias del café ante mis novatillos pejeteros. Y eso que mi mili fue reducida a 9 meses. Menos que un parto que son cuarenta semanas.

La promoción siguiente a la que yo realicé la mili tuvo en su bolsillo un millón de las extintas pesetas por hacer tres meses más de servicio. Yo, por llegar con un año de antelación, me tuve que conformar con mil once pesetas al mes y, eso sí, un mechero y un llavero de mi cuartel que aún conservo. También me saqué unos cuantos carnés de conducir y un mono de trabajo que me pongo para pintar. Ah, y la diversión de conducir autobuses y ambulancias imposibles.

A mi esa parte pecuniaria no me tocó, pero a cambio me tocó una tarea curiosa, que no imposible y que creí que sólo se iba a hacer en el ejército: corría la primavera del año 1995 cuando en Madrid los coroneles del ejército hacían presión entre ellos para conseguir el ascenso a general. No todos lo conseguían, ni mucho menos, pero el que estaba en mi unidad hizo todo lo posible por conseguirlo.

Su método fue acudir a cursos, viajes, máster, y cada vez que podía, en cualquier efeméride, nuestro bien amado Coronel, montaba un tinglado en la unidad, con desfile y todo, ante algún general de división. Recuerdo con agrado el homenaje al Coronel de Ingenieros Arias Paz, gran personaje del que algún día tendré que hacer reseñas.

El caso es que llega la primavera. En un cuartel de aquellos era lo mejor que podía pasar, porque la soldadesca no estaba precisamente calentita en los barracones, y a la mínima te podías pasar horas de plantón en cualquier esplanada con un viento helado. Y el caso es que, con la primavera llega el calorcito, y los desfiles los viernes delante de algún capitoste al que luego le invitaban a un vino.

Que no se crea nadie que los desfiles eran con el traje de bonito, todo lo contrario. Eran con el uniforme mimetizado que se usaba en aquel momento y que lo usabas tanto para limpiar, como para conducir, como para meterte debajo de un camión que chorreaba aceite. El truco era que te pusieran del lado donde no llevabas manchas.

Y así, con mi traje de mimetizado, me dan un cubo con pintura amarilla y me dicen que repinte los bordes de la acera donde se haría el viernes el desfile.

En cuclillas comienzas tu tarea, pimpán, pimpán. Un grupo de soldados por la derecha y el otro por la izquierda.

Escaqueados hay siempre, pero aquello era mejor que limpiar la compañía. Pimpán , Pimpán. Los soldados eran indiferentes al olor de la pintura y fumaban sin parar mientras le dábamos a la brochita. Pimpán, pimpán.

La faena no era penosa en absoluto, y al poco ya estábamos llegando al final de la avenida.

En ese punto los soldados se empiezan a desconcentrar, a jugar con las brochas , a salpicarse y..... aparece el Sargento Fofito, militar de escala, chusquero, conocido por todos por su gran parecido con el noble payaso. El aspirante a Geyperman llega mostrando un gran cabreo porque los soldados se escaquean, y un sargento no debe permitir esas cosas. Como casi hemos acabado y la tarea no ha ido mal del todo, antes que acabar debe encontrar alguna pega en aquello. Alguna cosa debía faltar. Algún detalle. Y sí, por fin lo encuentra:

- Mecagoenlalechenometoquéisloscojones!!! repintad ahí.

En mitad de la calzada de la calle. Casi desdibujado por el polvo, por el paso de camiones, por el sol, el frío y la lluvia, se notaba una mancha de pintura en el suelo. Era, sin lugar a dudas, el contorno de un cubo de pintura que alguno, que seguro que era soldado dejaría plantado en el suelo en otra promoción por cualquier otro evento. Al lado del contorno, a modo de pequeños satélites se veían unas salpicaduras redondas, ovaladas, apenas dispersas entre sí.

No recuerdo quién fue, pero pero uno de nosotros se agachó y con el resto de pintura de su brocha repintó el rastro del cubo de pintura, las manchas más redondeadas y alguna ovalada. Y así fue como en lugar de que el tiempo dejase que se corrigiera un error, un indocumentado se empeña en que persista.

Algunas veces me entran ganas de acudir a ese cuartel y comprobar que sigue allí la manchita. Como una especie de peregrinación a la esperanza de ver si las cosas cambian o no en este mundo. El gustazo de pisar la mancha durante el desfile no nos lo quitó nadie.

Casi tres lustros después, en mi trabajo, en la empresa privada, en un banco, y en pleno siglo XXI, me han pedido que haga lo mismo: coge una avenida, repíntala, adecéntala y, bueno, un detalle: mecagoenlaputalechenometoqueisloscojones dejad como estaba esa mancha que está en el centro del suelo y que otro dejó por error. Las cosas no cambian. No hace falta que regrese al cuartel para comprobarlo, seguro que sigue allí, y es que cuando los errores no te cuestan dinero lo fácil es persistir en ellos

A ver, a ver